De mal agradecidos está lleno el mundo…


Todos los personajes, hechos y lugares reflejados en este relato, son producto de la mera invención de una mente fantasiosa.
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

                                                                                                                              Por: Talyuno. ©

Como lo he dicho y escrito tantas veces… en mi  Ciudad Ficticia en este País Artificial suceden cosas realmente inexplicables, ilógicas e increíbles… que algunas veces no sé qué decir, ni qué pensar, de esta sociedad…
            Argenia es una joven muchacha de esta ciudad a la que lo único que le quitaba el sueño era emigrar de esta tierra, salir de este lugar artificial y lleno de mentiras. Fuera de este país plagado de tanta indecencia, desigualdades e injusticias modernas. Vivir en un mundo real, en donde  las oportunidades y los nuevos, buenos días, estén siempre seguros. Nacida del vientre de una mujer calculadora y nada amorosa que trabaja ofreciendo su cuerpo en las calles del valle. Fue desterrada a la calle, a su suerte, por estar embarazada de uno de los clientes de su madre, quien abusó de ella siendo tan solo una niña.
            A la edad de dieciséis años y con ayuda de un buen hombre, quien la rescató de las calles, dio  a luz a un hermoso niño –Blanquito y cachetoncito como la luna llena, con unos enormes y tiernos ojos acaramelados, destellos dorados en su cabeza y un indescriptible aroma a inocencia que perfuma y ameniza al más valiente de los incrédulos. Al nacer, su cuerpo estaba cubierto por una singular escarcha, que irradiaba la más particular energía a todo el que lo mirase, no dejando más opción que la de admirarle… además, y por más extraño que parezca, llegó a este mundo riendo–. A quien dio por nombre David, en honor al hombre que la salvó de las calles y con cariño y afecto le dio un hogar, una familia.
            Los días transcurrían sin cesar, uno tras otro. David crecía feliz y amado. Ya comenzaba a dar sus primeros pasos, y a este buen hombre llamar papá.  Pero, algo en la vida de Argenia fallaba, muy en su interior se sentía incompleta, vacía. A pesar del buen trato, amor incondicional, respeto, ayuda y colaboración de este hombre, mucho mayor que ella. No lo amaba, no sentía atracción por él, su joven cuerpo y delicada figura solicitaba emociones más fuertes, más intensas, acorde a las exigencias de su edad.
            Durante el día, mientras el hombre trabajaba y David dormía, Argenia se encerraba a solas en el cuarto de baño. Y por largos ratos, bajo el furor de una tibia llovizna, dejaba volar su imaginación, apagando las ansias de su joven cuerpo y el ardiente clamor de su intimidad. Pero, una tarde, todo cambiaría. Al pequeño y viejo edificio residencial,exactamente al departamento contiguo, se mudaría un joven solo... 

              Y desde el preciso instante en el que, a través del cristal de la ventana de su departamento, Argenia lo vio por primera vez  –joven, 1mt 77 ctms de estatura, delgado, piel morena, cabello corto y oscuro, ojos negros, dientes blancos y perfectos, poco musculoso pero bien tonificado, fuertes brazos y piernas, hombros y espalda más anchos que la cintura–, bajando las cajas y muebles del camión de mudanzas, sin franela, brillante su torso por la transpiración. Un incesante calor acompañado de un fuerte temblor se apoderó de su ser como nunca antes, despertando en ella los pensamientos más bajos e indignos que alguna vez cruzaron por su mente.

            Albert, solitario y misterioso joven que había arrendado el departamento. Había llegado al viejo edificio residencial procedente de los países del centro. Primera vez en esta ciudad, no conocía mucha gente y no tenía en ella ningún familiar. Llegaría para proponer el caos y formular una nueva desgracia  dentro de los límites  de este país artificial...


             Durante los primeros días, desde la llegada de Albert, ni por casualidad, ni un instante en el pasillo se llegaron  a cruzar. Hasta esa calurosa tarde que...

           Argenia regresaba de realizar las compras en la tienda. Urgida por entrar al departamento, por haber ingerido el contenido de una o dos botellas de gaseosas mientras aguardaban en la inmensa fila para pagar, no podía encontrar en su bolso las llaves para abrir la puerta. Y por más que intentó no descontrolarse, entre el enorme esfuerzo de cargar las bolsas de la compra. David dormido sobre su hombro y no poder encontrar las llaves, tuvo un pequeño instante de desesperación. Y una de las bolsas con la compra cayó al suelo, esparciendo frutas por todo el pasillo.

            Albert, quién salía de su departamento en ese instante, se percató de la escena y de lo complicado de la situación en la que se encontraba su joven vecina y se ofreció a ayudarla.

—Hola –musitó el joven–, veo que necesitas un poco de ayuda –siguió, mientras recogía las frutas y verduras del suelo, colocándolas en la bolsa, y esta, a un lado de la puerta, para luego levantarse, extender los brazos y decir:

—Déjame ayudarte con el niño, yo lo cargo—, mirándola fijamente a los ojos y con una amigable sonrisa.
   
       Argenia quedó petrificada– La mirada oscura, penetrante e intimidadora de Albert la había desarmado–. Por unos segundos experimentó como toda la habitación, el pasillo, entraba en un grandioso e inmenso vacío, dejándola sentir y escuchar únicamente el veloz palpitar de su corazón y las pequeñas ondas del viento al entrar en sus órganos; las pequeñas y finas hebras de vasos sanguíneos de sus orejas y mejillas estuvieron a punto de explotar, al mismo tiempo que sus manos se humedecieron y su mente divagó en los recuerdos más oscuros e íntimos de sus largos ratos bajo la tibia ducha… 

            Él la observó detenidamente, iluminada por la luz del sol que se colaba desde la ventana a su espalda, le resplandecía el rostro, el cabello, su entrañable silueta y sus ojos; en los que pudo distinguir un brillo que no había visto, ni conocido jamás. Mientras, el zumo de las naranjas, limones y mandarinas caídas al suelo impregnaban el ambiente con el más agradable aroma.

—¡Ah!, sí, gracias –respondió Argenia, entre risas de nerviosismo. Claramente sorprendida y avergonzada, al mismo tiempo que salía de su letargo y confiaba su hijo a los brazos de Albert, su vecino, a quien ni siquiera conocía...

       Hurgando apresuradamente en su bolso, sacó el manojo de llaves que antes se había hecho esquivo…

         Una vez adentro del departamento.  Argenia colocó las bolsas en el pequeño mesón de la cocina y tomó a David, de los brazos de Albert, para inmediatamente llevarlo a la habitación.

           Albert permaneció afuera, en la sala, y no pudo evitar echar un vistazo al interior del pequeño departamento, especialmente al retrato, de los tres integrantes de la familia, que permanecía en una pequeña repisa en la sala.

— ¿Es tu padre? –preguntó inmediatamente al ver a Argenia llegar a la sala.

—¡Eh! –completamente sorprendida–

— ¡Si es mi padre! –Respondió– y ahora mismo ha de estar por llegar –Mintió Argenia,  incapaz de decir la verdad sobre el hombre que la había salvado de las calles y dado una nueva vida tanto a ella como a su hijo David.

—Gracias por ayudarme, has sido muy amable. –Continuó mientras se dirigía a la puerta del departamento, que permanecía abierta, invitando a Albert a salir con un gesto de sus manos.

            Albert caminó hacia la salida. Una vez en el marco de la puerta, a punto de salir, se giró y extendiendo su mano, dijo:

—Pero aun no me dices tu nombre. Yo soy Albert, soy tu nuevo vecino, estoy en el departamento de al lado desde hace unos días…
    
        Argenia, que no quería demostrar la exaltación que sentía en su cuerpo de solo mirarle, extendió un poco su mano y con un mínimo gesto de intolerancia respondió:

—Me llamo Argenia y cómo has podido ver… aquí vivo…

            Cuando sus manos se unieron, ambos, sintieron fugazmente el centelleo de todas y cada una de las células de sus cuerpos, más una intensa y extrañísima corriente estática que brotó desde lo más profundo de sus seres, creando entre ellos un instantáneo vinculo de atracción, pasión y deseo, del que no podrían escapar nunca más…

—Estoy completamente a tus órdenes, para servirte, en lo que desees, cuando lo desees –dijo él, mirándola fijamente y sin soltar su mano.

— ¡Gracias! Ahora vete, mi esp… mi padre debe estar por llegar… –Señaló Argenia, mientras cerraba la puerta del departamento a su espalda y sobre el suelo de la sala se dejaba caer.

            Así, tumbada en el piso, pensativa, confusa, permaneció unos instantes hasta que el llanto de David desde el cuarto la trajo de nuevo a la realidad.

           El reloj de la sala marcaba las seis,menos cuarto, de la tarde.Ya el gigantesco cielo comenzaba a dar tonos naranja  y rojos, como la sangre, invitando a tenues presagios.

            Pronto llegaría Ernesto David –el buen hombre– y Argenia se enfoca en cocinar la cena, tratando de olvidar y rechazar las emociones que hace apenas un rato, por primera vez en su corta vida había experimentado.


          Exactamente a las siete, como todas las noches. El buen hombre, Ernesto David, estaba abriendo la puerta del pequeño departamento. Y Argenia, con el pequeño David en sus brazos,  le recibía.

—Hola Ernesto David…

—Argenia buenas noches ¿cómo han estado?, ¿Qué tal el día? –Preguntaba Ernesto David, mientras con sus dos grandes y arrugadas manos rodeaba las mejillas del pequeño, propinándole un cariñoso beso en la frente, al igual que a Argenia–. ¿Pudiste hacer las compras? –Dirigiéndose a la cocina–Espero que te haya alcanzado el dinero…

—Si–mostrándose efusiva y atenta–. Compré un poco de fruta, verdura y unos granos… para el salado no me alcanzó…. Pero dime, y a ti cómo te ha ido, ¿Lograste reparar la moto, de la que tanto hablabas ayer? –mientras avanzaban hacia la cocina.

— ¡Ah, Sí!, y bastante trabajo que nos dio… la falla era uno de los terminales de la bobina del encendido que no hacia buen contacto, nada más Talyuno lo apretó y la moto encendió, así no más…  –respondía Ernesto David, mientras se secaba las manos con una tolla del lavaplatos para sentarse a la mesa, con el pequeño David sobre sus rodillas–. Ese Talyuno ¡es un mago con las motos…!

—Qué bueno, menos mal que te esté ayudando… –señaló Argenia, mientras colocaba los platos en la mesa.

—Sí, lo malo es que pronto se ira. Le quedan pocos días de vacaciones…Ya no se encuentran buenos mecánicos  –reflexionó–, además que no le pago nada… el solo lo hace para ayudarme y no estar sin hacer nada… con lo que le encantan las motos a ese carajo… Si vieras la que está restaurando…

—Y el dueño de la moto ¿ya te pago? –preguntó Argenia.

—No, aun no la ha ido a buscar. Aunque ya se le avisó que la moto esta lista. Imagino que irá mañana al taller a buscarla. –Respondió Ernesto David, con un poco de brusquedad.

            Al terminar de cenar. Ernesto se sentaba en el viejo sillón, mecedora, de madera y mimbre que tenía en la sala. Para observar en la antigua  televisión, blanco y negro, algún programa que simplemente al verlo lo ayudase a dormir; allí se mecía con el pequeño David sobre sus piernas hasta que ambos quedaban rendidos.
       
     Mientras, Argenia lavaba los platos y enseres de la cena. Sin poder apartar de su mente la visión de los ojos de Albert, su sonrisa, su voz jovial y varonil.  En su interior sabía que no debía acercarse a él, le gustaba y mucho.  Pero como apagar esa llama que se encendía de solo pensarlo.

            La vida había sido muy injusta con ella hasta el día que conoció a Ernesto. Él, le había dado una nueva vida, un hogar, cariño, amor y el respeto que toda persona merece, haciéndose cargo de ella y de su hijo. 

     Estaba confundida y en su interior libraba una intensa batalla con sus sentimientos. No permitiría que esta nueva y urgente emoción que sentía se antepusieran a sus sentidos. Ernesto David había sido muy bueno con ellos y no merecía una traición de su parte.  Pero el destino, otra vez le jugaría una mala pasada...


      Varios días habían pasado desde el encuentro de Argenia y Albert en el pasillo. Y ella permanecía encerrada en el interior del pequeño departamento.  Luchando contra las propias fuerzas de la naturaleza de su ser que le imploraban desde adentro, perecer ante esa nueva emoción.
           
       Una mañana cuando Ernesto había salido al taller inmediatamente la puerta sonó “tun, tun, tun, tun, tun”; cinco toques que sorprendieron totalmente a Argenia. Interrumpiendo la paz y estabilidad del pequeño departamento, la vida de Argenia y del pequeño David.

            Al abrir la puerta. Allí estaba él–Albert–, el vecino de al lado.

—Hola. No te había visto desde aquel día en el pasillo y la verdad me he sentido un poco preocupado. Pensé que, quizás estarías enferma  –dijo Albert, con su voz firme, mostrándose totalmente seguro.

—Hola, Al…bert…  –Respondió Argenia, como si no recordara su nombre, tratando de ocultar el nerviosismo que le producía la emoción de volverle a ver–. No, no estoy enferma. Estoy bien, cómo puedes ver…

—Y, será que,  ¿podrías acompañarme a comer un helado? Digo, ¿tú y el niño? Si puedes –Preguntó él mirándole fijamente–. Como imaginarás no soy de este país y no conozco la ciudad, ni a muchas personas.

— ¡Han! No, no sé… –Respondió Argenia, totalmente sorprendida y ruborizada–.  Quizás otro día.

—Está haciendo un sol maravilloso. No tengo nada que hacer ahora. Y me apetece conocer la ciudad. He escuchado que hay un parque aquí cerca, y de verdad, no me gustaría ir solo… –insistió, mientras le guiñaba un ojo–. Además, estáis un poco pálida, te sentaría bien llevar un poco de sol.

— ¿Estás diciendo que estoy pálida? –preguntó ella, exclamando con sus ojos y mostrándose seria.

— ¡No, no, no te lo toméis a mal…! solo te estoy invitando a salir un rato… conocernos…

—Es que, no sé, no me parece, es muy temprano… –se excusó Argenia.

— ¿Estáis ocupada? No sé, solo digo. ¡Puedo venir más tarde!

— ¿Más tarde…? Um –lo pensó un instante–.  Está bien, –concluyó ella.

—Perfecto, nos vemos en el pasillo, después del almuerzo. –Señaló el, mostrando una gran alegría de triunfo, girando inmediatamente hacia su departamento y dando un pequeño salto.

            Argenia, no más al cerrar la puerta del departamento comenzó a brincar y dar vueltas, con el pequeño David entre los brazos, exclamando:

— ¡sí!, ¡sí!, ¡sí!,vamos a comer helado David… ¿quieres helado?

            Mientras el pequeño niño la miraba y se reía como si a su joven madre podía entender…

       Argenia en su interior, se mentía, se engañaba, trataba de convencerse  que sólo comerían un poco de helado. Repitiéndose constantemente que  no  permitiría dar rienda suelta a lo que por primera vez estaba sintiendo. Aunque en realidad, era lo que anhelaba.
     
        Luego de unas horas.  Y como lo habían establecido. Los dos jóvenes se encontraron en el pasillo del viejo edificio residencial. 

— Pero, antes que todo, debes saber que no salgo con extraños que apenas acabo de conocer…  sé que eres mi vecino, pero no te conozco, así que solo te acompañaré a comprar el helado y te mostraré como llegar al parque. –Dijo Argenia, en un tono serio que más que mostrar seguridad, mostró cierta desconfianza.

—No te preocupes, no te voy a comer…  –respondió Albert riendo–, además no soy un psicópata que te vaya a torturar y luego...

—Ahora si me estas asustando. –Replicó ella.

—No, no, no, disculpa eso es lo menos que quiero… –La interrumpió.

            Mientras bajaban  por las viejas y rechinantes escaleras de madera de cedro, hacia la planta más baja, Argenia lo interrogó:

—¿De dónde eres?  –preguntó.

— De los países del centro, a más de mil trescientos cincuenta kilómetros de distancia de esta tierra –Respondió el–. Vine aquí por estudios, quiero sacar una especialidad que en mi país no dan, pero aun no comienzo… la embajada de mi país aún no cancela  la matricula… y temo mucho que si no lo hacen, debo regresar…

— ¿Tienes familia allá en tu país? digo, esposa, hijos...   –inquirió aún más Argenia.

—No –riendo y notablemente sorprendido–, solo mis padres… ¿Qué edad crees que tengo?

—Veintiocho, tal vez, no sé… –respondió ella, dudando y notablemente apenada.

— ¡Que! No, tan solo tengo veinte años. Acabo de graduarme. ¿Me veo tan viejo así? –preguntó él.

—No –Entre risas–, tampoco conozco mucha gente… y no sé, pero sí que aparentas más edad...–Riendo.

            Al salir a la calle, los dos jóvenes caminaban, se reían y charlaban, disfrutando cada uno de la compañía del otro. Estrechando el intangible lazo de unión, amor y deseo que comenzaba a hacerse más fuerte.

            Por momentos, el impresionante brillo que destilaban sus pupilas se podía palpar desde lejos y el extraordinario aroma que emitían sus hormonas solo podía compararse con los perfumes más fieles y dignos de las flores del parque en primavera... La pasión y el deseo entre estos dos jóvenes se encontraban a flor de piel.

         Las horas fueron minutos y en razón de unas pocas, estaban de vuelta en el viejo edificio.

—La he pasado increíble contigo, gracias por acompañarme. –Dijo Albert, mientras llegaban a la puerta del departamento.

—Yo también la he pasado muy bien. –Respondió Argenia, destinándole una noble mirada, seguido de un silencio sepulcral que solo presagiaba las pretensiones de un beso…

         Albert, quien tampoco podía ocultar su deseo y nerviosismo sin igual, se marchó. Dando la espalda a Argenia se dirigió a su departamento.

      Una vez adentro del departamento no podía sacar de su cabeza la imagen de Argenia; sus hermosos y brillantes ojos verdes, sus grandes y rosados labios y el inigualable aroma a flores silvestres que le acompaña. 

     En un abrir y cerrar de ojos, sin poder contener más las fuerzas que desde su interior le gritaban, le exigían, una muestra de amor; del amor que había nacido entre estos dos seres.  Corrió hacia la puerta de Argenia, tocó y llamó apresuradamente.

        Argenia al abrir, un poco sorprendida,notó a Albert, quien le susurró dos palabras:
— ¡Lo siento!

      Y de inmediato se abalanzó sobre ella. Tomándole el rostro entre sus manos, con una rápida y burda pasión que, desarmó a Argenia al instante, unió sus labios a los de ella, sin darle más opción que la de saborear de ese dulce prohibido que es la pasión y entregarse a sentir las llamas de ese encomiable deseo al que llaman amor…
          
      Besándose, devorándose, entraron al departamento. Sin importar que David yacía dormido, en un coche en la pequeña sala, entraron al cuarto. Se despojaron de todas sus ropas, y cual mariposas en el bosque, revoloteando sus alas al cielo, felices de poder volar, se entregaron el uno al otro, sin límites, sin rencores, sin ninguna clase de recuerdos, ni palabras… más que el fortísimo y noble sentimiento que transcendió  más grande que ellos y los llevó hasta ese lugar...

         Para cuando Ernesto David llegó, hacía rato ya que Albert se había ido. Y Argenia se encontraba nuevamente sumergida en la rutina de los quehaceres del hogar. Sin apartar de su mente las inigualables escenas y emociones que había vivido horas antes…  Aun podía sentir las fuertes y suaves manos de Albert recorriendo cada parte de su ser, cada beso, cada caricia y cada mimo que fervientemente  hacía brotar de su cuerpo manantiales de placer.

            Así pasaron los días. Y a escondidas, entre las sucias y viejas paredes de estos departamentos, los  rechinantes pisos de viejas maderas y las sábanas manchadas de placer. Los dos jóvenes entregaron sus mentes, cuerpos y vidas al amor; al amor verdadero, a ese amor fugaz que solo se conoce una sola vez en la vida.

           Y en el lecho de una tibia cama, él prometió consigo llevarle, cuando el día de retornar a su país le tocase.

            Con el transcurrir de los días, y la ayuda de Albert, ya Argenia tenía pasaporte. Solo un pequeñísimo detalle que los dos jóvenes enamorados, no habían podido prever… ¿cómo sacar el pasaporte a David, sin el permiso de su padre adoptivo?

— ¿Qué vamos a hacer? –Preguntó Albert–.

— ¡No te preocupes, todo estará bien! –respondió Argenia.

—En una semana es el viaje y no hemos podido sacar el pasaporte a David ¿qué haremos…?

—Ya te dije, todo estará bien… –Repetía Argenia, totalmente calmada—. Él es un ángel de Dios…. Enviémoselo de vuelta….

—Uhmm. –Albert, totalmente sorprendido y sin entender.  ¿Qué?

— ¿Tú me amas? –Preguntó ella.

—Claro que te amo…

—Ya tú conoces la historia de mi vida… él es un angelito de Dios, y solo a Dios le pertenece… –Seguía repitiendo Argenia–. Devolvámoselo…a Dios.

—Me estas pidiendo que… lo mate.  –Totalmente sorprendido, inquirió Albert.

—No, no, te estoy pidiendo eso, solo que se lo devolvamos a su verdadero padre, para que nosotros podamos estar juntos  y así podamos vivir nuestras vidas…. Solos. Amándonos uno al otro, sin nadie que nos estorbe…

            Y por más extraño y sorprendente que parezca, amigo mío, amiga mía, estimado lector, querida lectora, así lo hicieron, así sucedió… los jóvenes protagonistas de esta historia,que sí ocurrió, aquí, en esta: Ciudad Ficticia, en este País Artificial, purgan una mínima condena de treinta años en prisión, separados, por el terrible y cruel asesinato de un pequeño e inocente infante…

Gracias por leerme…
Gracias por leer las Crónicas de una Ciudad Ficticia.
Y como siempre que Dios te Bendiga, cuida de tus amigos y familiares. Mi ciudad es ficticia, la tuya es real. Hasta el próximo Domingo. ¡Feliz Descanso!