Por: Talyuno.
Crónicas de una Ciudad Ficticia.
Fueron
las palabras que pronunció Diana, la chica
a mi lado, esa fría mañana de enero, mientras contemplaba la pantalla
encendida de su teléfono celular, leyendo–creo yo- las noticias del día.
Y
esas sencillas palabras, fugazmente, me
hicieron adentrarme en la estela más sagaz de los recuerdos perdidos en el
interior de mí ser. Llevándome nuevamente hasta esos episodios olvidados, hace unas cuantas décadas ya, cuando por
primera vez escuché esas palabras y en
verdad entendí su significado.
Corrían
los años de mi más notable inexperiencia y total malcriadez, con respecto a las
exigencias que se deben asumir al llegar a la mayoría de edad. Aquellos días en
los que un jovenzuelo –yo- que hace apenas unos días creció, se sentía como “El Todo Conocedor, de Todo…” y se
creía capaz de devorar el mundo -y sus alrededores- en un solo bocado, llegando
a cometer errores, cada vez más grandes.
Un
día veintitrés, del primer mes del año. Luego de deambular –Dios salve- incesantemente
por caminos errados y haber vivido una
grandiosa y amarga decepción amorosa (de la que podría escribir una novela)
tuve la maravillosa suerte y bondad de conocer a esa interesante mujer, de
prodigiosa nobleza e inigualables virtudes Deyanira Nieves B. La mujer que dio “La
vuelta de tuerca” que mi vida tanto necesitaba en esos días, para retornar o
trazarme una nueva y mejor senda.
Bastó
una sola vez en la vida, que cruzáramos palabras, para hacerme entender que: “Los adultos
mayores o los viejos, como algunos les llaman, generalmente no se arrepienten
por aquello que hicieron, sino por aquellas cosas que dejaron de hacer…
”Y por ella,
por sus palabras y por todo lo que hablamos esa tarde, emprendí un nuevo camino,
sin rumbo fijo, a un lugar remoto y desconocido por mí. Más allá de las
fronteras y el truculento caos –que siempre ha existido- en esta Ciudad Ficticia, en este País
Artificial. Separándome de mis seres queridos y de las pocas ataduras
materiales que en esos días me ataban a esta Ciudad.
Así,
después de tanto rodar y rodar (como dice la canción) desollando autopistas y carreteras enteras en
mi Chevrolet Caprice Classic, más viejo que yo, pero bien cuidado, llegué y me asenté en un pequeño caserío, a orillas de alguna
carretera, en donde viví unos cuantos años. En una humilde casita, construida
con palos entretejidos y unidos por la mezcla de tierra húmeda y paja, pintada
con cal. Fueron buenos días, aun los recuerdo, lejos de la civilización, el
humo, el congestionamiento, el caos y toda esa catajarra de humillaciones y
vejaciones que se ven a diario en esta Ciudad.
Y
allí, en esa humilde casita de bahareque, pintada con cal, es que comienza la
historia que dio nombre al título de este relato.
Una noche sin luna, sin brisa y bastante
calurosa, en las afueras de la humilde vivienda. Tendido en un vistoso y
colorido chinchorro “matrimonial” que había adquirido por cuotas (y que así me
promocionaron) meses antes.
Al
aire libre, entre dos palos de guayabos, me balanceaba para –tratar- de no ser
víctima de la intensa plaga de zancudos
que existe en el lugar. Mientras fijaba la vista en el inmenso y oscuro cielo
estrellado sobre mí, esperando a que pasase una estrella fugaz para pedir un
deseo. Imploraba a Dios en mi mente, sobre si en realidad había merecido la
pena los casi dos años que tenía allí.
En
un instante en el que se escucharon a lo
lejos, a los perros ladrar, volví la vista hacia la oscura carretera, pudiendo
divisar entre la oscuridad, la silueta de un hombre o una persona con un morral
y una extraña lucecita en una de sus manos, caminando, a orillas de la
carretera.
El
hombre o la persona, ya estaba próximo a dejar atrás el frente de mi casa,
cuando se devolvió en dirección hacia la pequeña puerta de la entrada, que
estaba abierta en ese momento.
Me levanté de brinco del chinchorro y
aproximándome a la puerta grité:
—Ey,
ey, buenas noches amigo, ¿lo puedo ayudar en algo?
—Ah,
eh, buenas noches, hermano discúlpeme la molestia… -respondió con voz tímida y sin aliento.
—Sí
dígame –respondí nuevamente.
—Disculpe
hermano, disculpe que le moleste, de verdad, lo que pasa es que yo no soy de aquí
y mi moto se quedó accidentada hace unos cuantos kilómetros atrás. Tuve que
empujarla unos cuantos metros, porque no pasaba ni una carro, ni una grúa, nada
y los que pasaban no se querían parar y de paso, para completar, este teléfono aquí no le llega señal…Por allá
atrás hable con una señora para dejársela moto amarrada de un árbol al lado de
su casa. Y bueno desde ahí vengo caminando a ver si consigo un mecánico que me
ayude, pero ahora me agarró la noche y de verdad no sé qué hacer. ¿Será que me
puede regalar un poco de agua para tomar, y otro poco para lavarme las manos? Dijo
mientras mostraba, las ennegrecidas palmas de sus manos, por acción de las
grasas y los aceites de motor, aparentando estar realmente accidentado.
—Tranquilo,
pase, siéntese ahí. dije señalando la única y pequeña silla de mimbre que me
acompañaba en esa casa, mientras daba la espalda para ir a la tinaja por el
agua. Y aunque en los casi dos años que tenía en ese caserío, no había visto,
ni escuchado nada sobre delincuentes en la zona, mi sentido de supervivencia,
al encontrarme en este lugar sin ningún familiar, estaba muy afinado,
prácticamente no confiaba en nadie. Sin embargo este señor –bastante mayor que
yo- me inspiró una confianza nada habitual en mí, al escuchar las razones por la cual estaba
caminando solo, a orillas de la carretera, en esa oscura noche.
Mientras
me acercaba nuevamente al zaguán de la casa con el agua, noté al hombre sentado
en la silla cómodamente, casi acostado, con
los ojos cerrados. Supuse que el
cansancio y el agotamiento se habían apoderado de él. Al escuchar mis pasos se
incorporó nuevamente en la silla, frotando
sus ennegrecidas manos sobre sus ojos, como espantando a Morfeo en una noche
callada. Me miró y rápidamente me dio las gracias.
Y
para no entrar en descripciones, ni hechos superfluos, que en realidad no
aportan nada a la historia. En mi defensa debo decir que me daba mucho pesar
volver a enviar a ese señor a la oscuridad de la carretera, por lo que le ofrecí
un viejo chinchorro que podía tender en el zaguán de la casa, para que pasase
la noche allí.
Una
vez ya el señor se había bañado y comido algo, conversábamos sobre la serie de
cosas que había pasado ese día, antes de llegar a mi hogar.
—Mi
nombre es Eddie –dijo el hombre- vivo en
Ciudad Ficticia, aunque soy nacido en Mantua, (una pequeña población al
occidente, en este País Artificial, aproximadamente a dos horas de distancia de
este lugar) donde todavía viven mis padres
y unos hermanos. Siempre los vengo a visitar, esta es la primera vez que me
quedo accidentado en la vía. Y ¿quieres que te diga algo hermano? “El
dinero no sirve para una mierda” tengo dinero y cuando me accidente,
pasaron varias personas en carros y camionetas pickup. Hay algunos que se
detuvieron, les ofrecí dinero para que me remolcaran ¿y sabes qué? nadie quiso.
Prefirieron dejarme allí, en esa carretera, en mitad de la nada. Resaltó
mientras fruncía el entrecejo y cambiaba notablemente su tono de voz. —Lo
interrumpí (porque en sus ojos y en su palabra pude ver y sentir un rastro de
ira, ligado a una total frustración que no quise que atrajera hacia él, ni
hacia mí; ya que las energías que esas emociones representan, a ninguno de los
dos ayudaba en ese momento) y dije:
—No
te preocupes, de casualidad, mañana voy a Ciudad Ficticia, podemos salir bien temprano,
te llevo hasta el terminal de autobuses y ahí se consigue a alguien que sepa de
mecánica de motos o si quiérete vienes conmigo a Ciudad Ficticia y allá ves
cómo resuelves para venir a buscar la moto.
—No
eso es imposible, debo llegar a Mantua… lo que si te voy a pedir es que me
vendas una cabuya, un mecate, para remolcar la moto, por si acaso no consigo
mecánico. –Respondió sin dudar.
—No
te preocupes por eso, yo tengo mecates largos ahí.
—
¡De verdad no sabes cuánto te agradezco lo que estás haciendo por mi muchacho! –Dijo
el hombre mientras con sus manos estrechaba una de las mías, sacudiéndola con firmeza.
Para con un movimiento recíproco decirle:
—Bueno
vaya a descansar, mañana hay que levantarse temprano.
Inmediatamente me dirigí al sombrío salón para sofocar la llama de la pequeña lámpara de
kerosene que a medias iluminaba mi humilde vivienda. (Por no existir
electricidad en esta región, esos años, en este País Artificial.)
Debo
confesar que, en la oscuridad, por unos instantes dudé sobre el desconocido que
estaba acostado en un chinchorro en el zaguán de mi casa. Y es que entre la
tranquilidad de una noche estrellada, una casita a orillas de una carretera intransitada
y los temores e incertidumbres propios de un joven de corta de edad, son muchos
los pensamientos que se pueden vislumbrar ¡Si por intentar ser un buen samaritano, el instinto de
supervivencia llegara a fallar…! Aunque –gracias a Dios- para mí, este no fue
el caso.
Horas
después.
El nuevo día había llegado y con él las tareas
matinales ordinarias que se revisten con cada ser. Fue una sorpresa para mí
levantarme y encontrar a Eddie levantado, con el viejo chinchorro recogido y
guardado en la funda en la que se lo entregue, listo y aseado para salir.
Luego del aseo y una fabulosa taza con café, bien
caliente, abordamos el Chevrolet Caprice Classic, bien conservado, que oculto
tras de mi casa; con dirección al terminal de autobuses.
Durante el trayecto conversaba, bastante calmado, sobre
lo diferente que es viajar en carro y en motocicleta; la brisa en la cara, la
sensación de volar y la libertad. A lo que no me quedó otra opción más que decir:
—“Nunca he montado una moto, no me llaman la atención.” Palabras por las que el
hombre visiblemente extrañado, sonrió y dijo: —“No sabes de lo que te pierdes
muchacho” […]
Al llegar al terminal, me agradeció enormemente por
la ayuda prestada ofreciéndome una cantidad de simples (moneda oficial de este
País Artificial) que no acepté, alegando que probablemente, a él, le harían más
falta en ese momento. Por lo que nuevamente me miro sorprendido, para decir:
— ¿Ves? ¡El dinero no sirve de nada! lo que tú has
hecho por mí, no tendré nunca como pagártelo. ¿Cuándo estarás de regreso de la
Ciudad? Para cuando yo me devuelva, pasar por tu casa, saludarte y devolverte
el mecate.
—En tres días con el favor de Dios. –Respondí.
—Bueno muchacho cuidate, que Dios te acompañe,
gracias por todo y que tengas buen
viaje. –Se despidió el extraño
viajero que una noche, accidentado, pasó
por el frente de mi casa y allí durmió; el que creí no volvería a ver jamás.
Yo emprendí mi camino hacia Ciudad Ficticia. Era un
día muy especial, veinte de marzo, el cumpleaños de la mujer que más amé en toda
mi vida… (Pero esa es otra historia). […]
Tres
días después.
Una vez de regreso en mi hogar, luego de la puerta de
la entrada, en el pequeño zaguán, una extraña bolsa plástica “negra” llamó
poderosamente mi atención. Dentro de ella, el mecate, la cabuya que había dado
días antes al extraño, un sobre cerrado y una nota que decía:
“El Dinero no es nada.” Detrás de tu casa, bajo la
manta está el Virago 250 cc, que me dejó accidentado ese día, ya está acomodado. La llave y los papeles
están en el sobre... “Rueda Libre,
muchacho…”
***
Recordar ese día me hizo sentir en mi cuerpo, en mis
venas, la energía. Como la lava ardiente de un volcán haciendo erupción.
Inspirándome esa fría mañana enero. Y con la misma efervescencia decir a Diana,
la chica a mi lado.
“Vamos,
hoy es un buen día para Rodar.”
***
¡Ha! casi se me escapaba. Si volví a saber de él, lamentándolo mucho
por las noticias. Cuando al perder el control de la motocicleta que conducía
perdió la vida.
Eddy
Viloria. Qué en paz descanses amigo y que Dios te tenga en la Gloria.
Gracias por
leerme.
Gracias
por leer.
Crónicas de una Ciudad Ficticia.
Todos los hechos y personajes nombrados en este relato son mera ficción.
Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.
Que Dios te Bendiga.
Cuida de tus amig@s y familiares.
Y recuerda siempre:
Esta Ciudad es Ficticia, la tuya es real…
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